jueves, 16 de diciembre de 2010


Contrario a lo que se espera, aquí estoy yo, probándome y desprobándome los accesorios de la tienda, dependiente total, imaginándome en la portada, poniendo cara interesante en los espejos del vestidor, y sonriendo a la gente que elige un vaquero, o consume libremente en los devaneos de diciembre. Me lo llevo todo me dice una y le creo, pero compra lo mínimo, y a veces pienso que lo mínimo pasa por lo mínimo mío. Soy amarillo, terriblemente bronceado, los rayos uva son un proyecto que me quema, no elegí ser frívolo, guapo, ni pobre. Huyo inecesariamente de los gatos, y una prueba de amor es mi frugalidad. Los rubios no somos tontos, somos como pequeñas hadas madrinas revoloteando sobre las flores del hastío. No es que yo sea profundo. Tiendo a catalogar. Pongo precios, visto bien, en la medida de las rebajas, y trabajo en una tienda altamente monótona, creyendo que la vida consiste en  pedir, y que nada sea dado, más que mirar, por lo tácito, lo simple: unos chicos estupendos, una purpurina navideña, un balancearse adormecido en el columpio de la jaula, simulando una alegre canción.

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